7 de marzo de 2006

¿Enderezar?

En la cultura occidental (incluso en la pseudocultura) y con más énfasis aún en otras está bastante extendida la asimilación del hombre con los árboles. Es una identificación que por poeticidad o simplemente por pretendida inocencia no deja de resultar paradójica, ya que con ella se llega a anteponer la identificación del hombre con un vegetal a la posibilidad de hacerlo con los animales, a los que, en principio, el ser humano está genética y fisiológicamente más próximo y con los que sería, en consecuencia, más susceptible de identificar. Ello puede estar explicado por la diferencia entre la naturaleza autótrofa que poseen los árboles, frente a la heterótrofa que el hombre comparte con un gran número de especies animales. Así, y en virtud de ese hecho, los animales han sido (y a veces hasta son) conceptualizados por el hombre como enemigos, competidores en la supervivencia; en cambio, los árboles no.
Es por ello, que la materia constitutiva del hombre (cualquiera que ella realmente sea) ha sido consignada en múltiples ocasiones como madera y, por tanto, se ha sugerido que como tal puediera tener parecidas propiedades en su génesis y desarrollo orgánico a la madera de los árboles. Posible, pero..., pero.

Pero antes de empezar a apuntar, punto insoslayable es resaltar aquellas palabras de Kant (que conocí a través de Isaiah Berlin) identificando el gran límite: con madera tan torcida como de la que está hecho el hombre no se puede construir nada completamente recto. Provocativo, sin duda.

De manera bastante sencilla, y casi cotidianamente, puede comprobarse la relativa facilidad con la que se puede conseguir que un árbol corrija la morfología del desarrollo de su tronco o de sus ramas.
Si el vegetal es muy pequeño y presenta una desviación en su ramas primarias o en su mismo desarrollo longitudinal, es factible revertir esa tendencia y enderezarlo con efectividad amarrando fuertemente al joven árbol a una estaca o barra tutora que actúe como guía de crecimiento.
Si por el contrario no se ha realizado esa labor en el periodo inicial de crecimiento o se ha descuidado su desarrollo durante algún tiempo, el árbol consecuentemente dispondrá de un tronco o de una estructura primaria de ramaje desviada e imperfecta. En este caso todavía hay solución para enderezar el árbol, una solución que de hecho es una labor que de manera metódica debe realizarse para la propia subsistencia del propio árbol: la poda.

El fundamento teórico de esta labor es bastante sencillo: cortar y eliminar la rama desviada, la que ha crecido estorbando el desarrollo de otra, la improductiva o simplemente aquella que está muerta. Esta sencillez teórica se completa con el resultado, igualmente teórico, que cabe conferir a la labor de poda, y que muestra la extremada efectividad que tal acción (bien realizada) tiene a la hora de enderezar, renovar y corregir al árbol.
Claro que frente a esta sencillez teórica aludida está, como casi siempre, la dificultad práctica. No siempre es posible discriminar con claridad qué rama estorba a cuál, qué rama debe conservarse y cuál ser eliminada; o qué hacer ante una rama aparentemente muerta, pero que presenta unos pequeños brotes en el extremo que llevan a un dilema: son unos brotes que atestiguan vida e impiden, por tanto, el argumento de rama muerta para poder cortarla sin más, pero que por su endeblez son brotes que difícilmente podrán llegar a tirar de la rama y a lograr su crecimiento.
Estos problemas que presenta la ejecución práctica de la poda no son cuestiones baladíes, una poda irreflexiva obsesionada únicamente por lograr al precio que sea enderezar el desarrollo del árbol puede llegar a ser perniciosa para el mismo; el podador, cegado por el afán enderezante, puede llegar no sólo a no corregir y enderezar lo que en principio pretendía, sino de hecho a cargarse por entero al árbol.

Asumidos estos preceptos, podemos probar con la otra madera.
Primera meta volante: ¿tiene sentido enderezar lo que ontológicamente está torcido? Mmhhhh...
Rechacemos el dilema. Pasemos directamente a la acción. Pero aquí, por desgracia, aumentan los problemas, ya que hay que tener bien claro que la madera humana es nada menos que humana, mientras que la madera vegetal es nada más que vegetal; por tanto, a priori, y como primer punto, hay que olvidarse (por su potencial letalidad) de cualquier intento de transferir la labor a podadores de prestigio, y recordando la lección final del Cándido de Voltaire limitarnos y excedernos a aprender a ocuparse individualmente del árbol de nuestro jardín y a proveerse de los útiles apropiados para este menester.
Segunda meta volante: ¿es beneficioso actuar y usar las herramientas de la labor sobre esta madera? Hay que contar principalmente con que la propia naturaleza psicofísica de ésta hace más costosa y dura la intervención sobre ella y su enderezamiento; la sierra chirría al intentar serrar una rama, a pesar de que se haya conseguido identificarla con claridad como eliminable. La labor se convierte en una carnicería, el árbol sangra a cada impulso enderezante.
Si no se se tiene la seguridad o la fuerza para sortear de manera decidida esta segunda meta uno puede refugiarse en la idea de que, en vista de que la labor de poda es principalmente práctica y se hace de manera casi exclusiva con el único sustento de unas prescripciones muy, muy generales acerca de su ejecución, el éxito de ella (así como la resolución de las cuestiones que plantea) ha de encontrarse necesariamente al final de una cadena de equivocaciones. Es decir, el exito supone el alcance de un savoir-faire, una adquisición de conocimiento con arreglo a un programa (no necesariamente planificado) de ensayo-error.
Pero tal concepción, a pesar de lo aparente, no es en absoluto capaz de conceder bula para la zambullida en el ánimo irreflexivo o en la seguridad anticontingente. Hay que afinar más la puntería en la diana de una situación así.

En este sentido, notar que un árbol fuerte, bien enraizado y con una estructura asentada puede sobreponerse sin demasiados problemas a una poda negativa; y de hecho, puede ser capaz de rebrotar prácticamente de manera indefinida (incluso, volviendo al nivel vegetal, decir que en algunas especies como el olivo el hacer una herida -gratuita o como consecuencia de la poda- al tronco casi garantiza un nuevo brote joven a partir de la cicatriz).
En cambio, en una situación de sequía, con un árbol inestable, con un árbol raquítico, un árbol con poco margen de rebrote, uno con un agotamiento ostensible de la capacidad de resurgir; una poda errónea sólo puede ocasionar y garantizar leña, la última leña, la cosecha final.

Ante esto, se puede optar por totalizar a la defensiva: abandonar, en vista del riesgo que comporta para el propio árbol el hacerlo erróneamente, todo ánsia por enderezar la estructura; sin dejar de ser consciente y de rechazar por ello la dualidad presupuestal referente a (1) lo peligroso que es jugar con fuego, y (2) lo asfixiantemente placentero que resulta en cambio el creer que se puede hacer sin quemarse.
Pero tal actitud defensiva sólo desemboca en la evidencia de algo que ya se conoce: un árbol desviado, no podado o con una rama enferma sobre el que no se intervenga será incapaz de garantizarse una subsistencia metafísicamente autótrofa que además sea medianamente provechosa para sí mismo. Así, la inacción o la inhibición de la labor sólo conseguirá que la desviación vaya incrementándose con el tiempo, y que sea (llegado el caso de querer hacerlo en el futuro) cada vez más costosa y difícil de enderezar. Dando lugar además a que a ramas presuntamente muertas desarrollen pequeños brotes insignificantes que dificulten luego la identificación clara de esas ramas como eliminables. Siendo además para más escarnio un hecho perfectamente visible el cómo las ramas o el tronco van desviándose más y más, algo que casi garantiza la conversión en víctima (por esa condición de testigo de la creciente desviación) de un tipo de ansiedad comparable a la que invade al arquero cuando una vez soltada la flecha la ve desviarse de la trayectoria prevista y correcta.
Así mismo, hay que tener presente que ante la no intervención, las cosechas disminuirán a corto y largo plazo, y la calidad del fruto tambíen se verá resentida. Todo ello sin reparar en que el nudo gordiano del asunto (el aprendizaje práctico de la poda, el aprendizaje) seguirá sin resolverse, el conocimiento seguirá sin adquirirse, la poda continuará siendo una tarea titánica y arriesgada porque se seguirá sin saber cómo llevarla a cabo.

Contando con eso, la solución natural sería rechazar esa primera totalización y realizar en cambio una a la ofensiva. Pensar que no hay razón necesaria para experimentar la ansiedad señalada, ya que, como se ha referido, el fundamento sagital de ésta se basa en que cuando el arquero ha soltado la flecha ya no puede hacer nada para modificar su trayectoria (todo lo que podía hacer lo ha tenido que efectuar antes de destensar la cuerda; tras lanzarla se convierte únicamente en un torturado testigo impotente). Por tanto, en este caso tal impotencia no se encontraría justificada, ya que todavía se estaría a tiempo de intervenir para enderezar la trayectoria del árbol. No habría lugar para esa ansiedad, puesto que la situación de impotencia que su génesis requiere no se ha dado aún, la flecha no ha salido, aún es posible enderezar, aún es posible la poda.
La admisión de tal posibilidad ofensiva lleva a asumir conscientemente los riesgos y sufrimientos que la labor de intervención implica, con la fe de que éstos son pasajeros, conjuran una situación poco provechosa del árbol, y además posibilitan un futuro más beneficioso a través de la acción enderezadora y renovadora sobre él.

Sin embargo, puede ocurrir que aunque la conceptualización anterior sea acertada (los efectos perniciosos de la inacción existan y los efectos positivos de la acción sean factibles de alcanzarse mediante ella), quizá ésta no resulte de aplicación práctica a la coyuntura particular del árbol y, por tanto, sea irresponsable el respaldo y la apuesta decidida por la postura ofensiva.
Esto es, puede que el objetivo que autónomamente se desea no sea cosechar los frutos que pueda dar el árbol, porque quizá no se sabe qué hacer con ellos, o a lo mejor es que directamente no se quieren vender, porque tampoco se sabe qué hacer con los beneficios de la venta. Es posible que frente al deseo de sacar el máximo provecho del árbol (mediante poda y otras atenciones y energías) simplemente se prefiera dejar que el árbol viva, mientras viva. En tal caso ¿para qué enderezar?
La respuesta es fácil: para vivir mejor. El árbol podrá vivir (suponiendo que ese sea el único objetivo) sin poda (aún dando peores frutos), desde luego; pero lo hará más lozanamente y mejor si ésta se lleva a cabo sobre él.
Claro. Claridad cegante: vivir mejor, vivir enderezado, vivir. Mmh...