19 de mayo de 2006

¿Prometer?

Se supone que una promesa se hace para cumplirla. A no ser que forme parte de un conjunto de elementos racionalizados por una mente que tenga por único plan de actuación uno basado por encima de todo en una lógica instrumental (más o menos nazi; aunque realmente se llevan poco), la formalización social y ética que da vida a una promesa sólo tiene sentido cuando hay una expectativa primigenia, así como teleológica de llevarla a buen puerto, de materializar lo que se promete. Por tanto, las promesas están volcadas al futuro y de hecho -y en otro nivel- cuando se habla de una "joven promesa" lo que se hace es referirse a alguien que puede ser una estrella, pero que todavía no es, aunque apunta maneras. Las promesas están diferidas en el tiempo, son un presente futurible.

Aunque a primera vista parece que las promesas son fundamentalmente propias de la persona en tanto que sujeto individual, la verdad es que las promesas tienen una gran vocación social. De hecho, las promesas son un compromiso explícito que, efectuadas en condiciones de sinceridad (entendida ésta como el impulso psicológico y ético de reducir al máximo la posibilidad de contradicción entre el hablar, el pensar y el actuar), enriquecen y facilitan las alianzas entre las personas; a su manera refuerzan el tejido social (tanto a nivel microsocial, como macrosocial).
Bajo esta premisa, en el instante en que uno da su palabra a otro (promete algo) se está obligando a cumplirla; las promesas te atan, te imponen y te restringen el campo de actuación futura, marcándote límites y, sobre todo, estableciendo una metas concretas (el contenido de la promesa) a las que llegar, unas meta que cumplir; hacer una promesa en cierto sentido supone trazar un camino de actuación futura más o menos borroso o más o menos largo. Sin embargo, hay que decir que las promesas pese a restringir las posibilidades de actuación (establecen un punto al que hay que llegar; el cumplimiento de la promesa, el contenido de la promesa), dejan camino para la acción libre. Esto es así en la medida en que en la promesa como se ha apuntado se dan dos estadios de realidad, dos estadios temporales: el momento en el que la promesa se formula (1) y el momento en que se cumple (2).
Es esta condición diferida de la materialización de las promesas, su carácter de presente futurible (que podría relacionarse -muy libremente, eso sí- con las nociones aristotélicas de "ser en potencia" y "ser en acto"), la que las dota de inestabilidad psicosocial puesto que al formularlas las promesas se toman en serio, pero realmente no serán verdaderas promesas hasta que se cumplan. No puede ser (y tampoco se puede ser) siempre una promesa (formulada), si pasa el tiempo y no la cumples (o te cumples) se convierte (o te conviertes) en una mentira. En tal sentido, la libertad de acción referida deriva de este hecho, tras formularla, puedes cumplir la promesa o no.

De todas maneras, esa libertad señalada no es para nada totalmente autónoma. Así, pese a su carácter diferido en el tiempo (su condición de presente futurible) las promesas, como se apuntó al principio, atan y condicionan y obligan a su cumplimiento; y esto es así (además por el esperable -y quizá, quizá, deseable- imperativo de sinceridad acerca de obrar conforme a la ética de raiz kantiana) porque en el esquema de la versión más común de las promesas suele estar presente (vocación social de las promesas) una segunda persona además del que promete algo. Sí, en una promesa estándar, además del sujeto que la formula, existe otro que es el que recibe la promesa (al que se le hace la promesa); el que toma conocimiento de la misma cuando ésta se formaliza (el que se la cree) y el que como signo de formalización deposita un cierto nivel de confianza en el sujeto formulador de la promesa. Dicho volumen de confianza se basa concretamente en la presunción de que en el ánimo ético del formulador de la promesa ésta la intención de cumplirla, la "autoobligación" de materializarla.
Así, el que recibe una promesa cree y confía en que el horizonte accional del que da la palabra se encuentra en la meta que la promesa marca, suponiendo entonces que los movimientos del formulador irán destinados a la meta (al cumplimiento de la promesa). En tal sentido, es este sujeto receptor de la promesa el que principalmente espera que la promesa se cumpla, el que espera que el formulador llegue a la meta que supone la promesa.
Sin embargo, el protagonismo del receptor de la promesa no acaba en esa actitud de espera, puede hacer otras cosas. Así, en el caso de que no se lleve a buen término la promesa (que no se cumple en los términos en los que fue formulada, que no se alcance la meta marcada, que no se cumpla) el sujeto receptor, que es el que deposita la confianza y el que espera que se cumpla con la palabra que se le ha dado, se sentirá engañado. Ante esto, la reacción normal que cabe esperar de este receptor respecto a este sentimiento (o certeza) de engaño que experimenta tras el incumplimiento de la promesa que recibió, suele ser (aunque no siempre de manera automática) una condena ética, mental, social o sentimental, del formulador e incumplidor de la promesa. Siendo quizá la manifestación más común (y fácil) de esta condena la pérdida de confianza en el sujeto incumplidor.

Es esta condena (así como su sola amenaza) la que suele asegurar, en parte, que el incumplimiento no se volverá a producir por parte de la misma persona o, al menos, que la actitud de incumplimiento no se convertira en habitual, ya que la existencia y aplicación de esta condena, hace saber al que rompe una promesa que su actitud no le saldrá gratis.
Y no lo hará en ningún caso, porque en la posibilidad de un quebrantamiento de una promesa, las dos actitudes que puede adoptar el formulador implican costos:
1) Si intenta tapar el incumplimiento escudándose en una mentira (lo cual tiene una relativa efectividad en un primer momento) se convierte en alguien vulnerable, ya que como señaló Kant el nacimiento de la mentira está acompañado indefectiblemente del riesgo de ser descubierto. Y si posteriormente una mentira se intenta cubrir con otra, la vunerabilidad aumenta proporcionalmente. La mentira acaba atrapando.
2) Si asume sin más el incumplimiento (aun cuando lo intente justificar alegando v. gr. que las circunstancias en las que formuló la promesa han cambiado respecto al tiempo en el que toca cumplirla) o incluso repite este comportamiento haciendo promesas y luego no cumpliéndolas, puede ocasionar que el segundo individuo (el engañado, el traicionado) llegue a decidir finalizar la relación mantenida con el primero, rechazando a éste último, por tanto, como contraparte para una relación; ya sea ésta de tipo amistoso, sentimental; o, incluso, sexual o alguna contractual de otro tipo.
Es por ello, que la dinámica "prometer y no cumplir" no es para nada gratuita.

Este análisis se altera (aunque no debería, no debería) cuando el destinatario de la promesa es la misma persona que el sujeto que la formula, cuando las promesas se hacen a uno mismo. En ese caso la capacidad efectiva de la condena como respuesta a un incumplimiento no es tan tangible como en el caso de la promesa estándar.
Uno puede, ciertamente, autoengañarse originando una reacción condenatoria (v. gr. la pérdida de confianza en uno mismo); pero en este caso, como existe la imposibilidad ontológica de rechazarse como sujeto incumplidor de las promesas (no se puede poner fin a la relación como en el caso anterior, debido a que el que da la palabra y el que la quiebra son la misma persona), esa plausible condena apenas posee efectividad alguna, porque se sabe que no se puede llevar hasta las últimas consecuencias (la ruptura de la relación).
Ello lleva a pensar en si las promesas privadas (entendidas como aquellas que se hacen a uno mismo) son verdaderas promesas, ya que si las promesas se basan en un compromiso explícito -una meta establecida- ( y por tanto, podría decirse que un compromiso "público") y si su principal factor regulador es su estructuración con arreglo a un microsistema de tres elementos (formulador+promesa+receptor) en el que una acción (el incumplimiento) puede generar una reacción (la condena); si aceptamos todo eso digo, quizá no sería apropiado hablar de promesas a uno mismo, sino sólo de ficciones o restallos de pensamiento.

Sin embargo, esto último no es terminantemente cierto ni generalizable, ya que una persona puede perfectamente marcarse objetivos (hacerse promesas) y orientar sus energías y capacidades hacia su consecución, pudiendo alcanzarlos o fracasar en su intento.
En ese caso, podría entenderse que lo que se produce es que el individuo al marcarse esos objetivos (al prometerse a uno mismo) lo que estáría haciendo es formular una promesa, pero no una estándar (no una genuina promesa), sino un tipo de promesa ficticia ya que fácticamente no es formulada (al no haber contraparte exterior a uno mismo, no hay a quién formulársela). No responde a un compromiso explícito, sino que éste tiene carácter implícito.
El caso es que, aun implícita, este tipo ficticio de promesa comparte las potencialidades descritas en el caso de la promesa estándar; y así, ante su incumplimiento (conceptualizado como el fracaso en la consecución de los objetivos marcados) es capaz de suscitar una reacción de condena, viniendo ésta no de la contraparte ni del receptor (ya que no los hay, el receptor y el formulador son la misma persona, es una promesa a uno mismo, no es una promesa explícita, no es una promesa verdadera), sino de gente del entorno (familiares, amigos, compañeros) que aun no siendo contrapartes (no siendo verdaderos elementos estructurales del microsistema triádico en el que se apoyan las promesas), sí son testigos de este tipo ficticio de promesa (marcarse objetivos) con uno mismo y, en consecuencia, pueden emitir reacciones de desilusión, decepción, etc. (nunca de traición, ya que en puridad ellos no son contrapartes, no son receptores de la promesa, sino sólo testigos y no pueden sentirse traicionados) que el individuo (formulador y receptor a un tiempo) puede tomar como condena (implícita, eso sí) al quebrantamiento (la no consecución de los objetivos) de la promesa que se había hecho así mismo. En este sentido, los testigos se internalizan como una suerte de "contrapartes funcionales" de la autopromesa del sujeto en cuestión.

Sin embargo, aún habría que apurar un poco más, ya que lo ofrecido líneas arriba no cuadra con una situación perfectamente posible como es la de que una persona se marque objetivos (se haga promesas) que no sean conocidos por otras personas; y que, además, el intento de consecución de estos objetivos personales se haga más o menos en la sombra. En este caso no existiría la posibilidad de incluir de manera funcional a potenciales testigos en el microsistema que la promesa requiere, ya que no los hay. En este caso, parece que el individuo está solo.
Ello es inexacto, porque se está obviando el elemento importantísimo de la voluntad humana.
Sí, la voluntad del hombre puede llegar a sustituir a cualquier elemento ajeno al individuo e, incluso, ser hasta más efectiva que éstos últimos a la hora de condicionar y obligar al cumplimiento de una promesa. El problema está en que la voluntad humana es algo bastante inestable y posee, además, una alta maleabilidad que la hacen ser tremendamente sensible a las circunstancias en las que se produjo su conformamiento y en las que continúa produciéndose su formamiento.
De esta manera, algunas voluntades (las fuertes), por sus características ontológicas y estructurales, así como por la coyuntura temporal y contextual en las que estén insertas, pueden ser capaces de proporcionar un nivel muy alto de garantía en el cumplimiento de una promesa a uno mismo, otras no.
En cualquier caso, las características de fortaleza y valor de la voluntad humana no aseguran por sí mismas una respuesta satisfactoria ante una promesa privada. El verdadero quid del asunto lo constituye la necesidad de que la fortaleza de la voluntad del individuo que se hace una promesa a sí mismo esté relacionada con la dificultad de alcance de los objetivos que se fija (con el alcance de la promesa, con el verdadero valor de ésta). Cuando esas dos magnitudes presentan una diferencia ostensible (justificable o no, es indiferente) empiezan las dificultades.

Puede ser por ello que, a pesar de que hace tiempo que se hubiera salido de Manderley con el sano propósito de no volver allí nunca más, y tomando al efectuar esa acción un rumbo incierto en el que lo único que hubiera pesado hubiese sido el alejarse lo más posible de la metafísica mansión córnica, exponiéndose así de manera consciente (y hasta intencional) a la tormenta o incluso al cataclismo que pudiera desatarse y sufrise en el mundo exterior al de la mansión; los pasos te acaben traicionando.
Y así, con gastadas lágrimas en gastados ojos de una gastada visión de una no menos gastada vida, contemplas aparecer entre la niebla las herrumbrosas verjas de Manderley. Otra vez Manderley.
Y qué vas a hacer sino entrar, cuando conoces tan bien el lugar, cuando formas parte tan de él, cuando él forma parte tan de ti. Sin embargo, aunque las heridas temporalmente no sangren, todavía duelen, así que por un destello de consciencia miras el arco y los arañazos en él, marcas de un pasado demasiado reciente, y piensas: otra vez NO.
De manera que abres las verjas de Manderley, y entras, sí; pero resistes y te limitas únicamente a apostarte en el jardín. No entras en la casa. No lo haces, porque sabes que la entrada en la vieja mansión implicará ser subsumido en ella, y esta vez sabes que al hacerlo desaparecerás (inconsciente o conscientemente) de manera irreversible entre una presencia intangible, pero asfixiante (una presencia que, pese a todo, creastes tú mismo). Una presencia casi indomable que anula todo lo que no sea ella misma, una presencia que es tan real, tan obsesiva y puede que tan asesina como la de Rebeca de Winter.
Pese a todo eso, pero sabiendo todo eso; esta noche y mañana (probablemente -con toda seguridad- más tiempo) romperás una vez más la promesa y volverás a Manderley (pero, Kontuz: sólo al jardín).
Y es que, ¡qué perversa adicción es contemplar la primavera en Cornualles cuando ya se hizo una vez!, aunque se sepa que es casi irreversiblemente caduca. En cualquier caso, para lo bueno y para lo malo, desde el jardín puede que incluso veas mejor, te sientas mejor, y hasta puedas, llegado el caso, escapar mejor. Dejemos las verjas abiertas.

1 Comments:

Blogger Lilith said...

Ninguna promesa es eterna, ni cumplida ni incumplida... lo único constante es la tentación de no cumplirlas.

21 mayo, 2006 20:56  

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