29 de diciembre de 2005

¿Qué Bello es Vivir?, casi.

Poco a poco las Navidades se van alejando, por desgracia en menos de seis meses volverán a estar más cerca).
Odio las Navidades, cada año más. De hecho, y más allá de la ilusión típica de cuando eres crío por las vacaciones de la escuela, los Reyes Magos y demás; nunca me gustaron especialmente.
Pero en estos años las Navidades han ido perdiendo toda clase de alicientes pasados: ya no monto el belén, ni voy a ver los belenes que montan por ahí, ni me hace especial ilusión que nieve. Eso por no hablar de la ola asfixiante de hipocresía y consumismo de estas fechas.
El tema de que no importa que hayas sido un hijo de puta todo el año, pero "en Navidades" no, me altera sobremanera. Algunos pueden verlo como algo en el fondo beneficioso, ya que haciendo cálculos mejor un hijo de puta por 355 días al año, que durante 365, pero yo no.
Luego el tema del consumismo, de verdad que no sé cuando se piensa poner un límite a esto. La epidemia de tosco hedonismo y de personas con sólo valor como consumidores parece no tener fin. De hecho, hay un capítulo de los Simpson de los de Navidad en el que Bart y Lisa ven un anuncio de un videojuego que les anima a pedirlo a sus padres en plan "cómprame el Bonestorm o véte al infierno" (de hecho ahora recuerdo a otro también del mismo estilo que decía "o tienes esto o no vales nada"). Eran éstos elementos del ácida crítica de la serie a la consumista sociedad norteamericana, que por ser precisamente caricaturas de la realidad suscitaban la sonrisa o la carcajada. Sin embargo, si los ves ahora ya no la provocan porque (además de que nos sabemos los capítulos de memoria) ya no son una caricatura de una sociedad que nos hace gracia como es la norteamericana, ahora es un reflejo de completa realidad de la nuestra, motivo por el cual pasa desapercibido (y especialmente a los críos que vean los Simpson). Digo esto porque hace dos semanas ví un anuncio de no se qué juguete que termina diciendo "no os calléis hasta que os lo compren". ¡Qué triste!
Es por ello y por cosas como la manía de hacer balance estos días, la falsedad general, etc., etc. que enero se convierte en un Mortirolo anímico que cada año tiene un par de repechos más, y cuyo resultado es siempre hundirme un poco más en el abismo.
Sin embargo, en esto (como en muchas cosas) tengo que confesar una contradicción personal. Así, en medio de la falsedad, la hipocresía, el consumismo y todo lo que detesto de estas fechas hay dos cosas que no. Una de ellas la Misa del Gallo.
Además de como tradición (solía bajar con mi hermano y con mi madre, aunque en esta ocasión me bajé solo), me encantan las lecturas de esa noche y sobre todo me encanta el sermón de nuestro párroco, Sixto (un párroco excelente el que tenemos). Un sermón que es siempre el mismo, pero que cada año es diferente. Primera contradicción.
Y junto a la Misa del Gallo, cada año espero ansioso coger el diario el día 24 para ver que cadena programa la película ¡Qué Bello es Vivir! de Frank Capra.

La vi por primera vez hace como seis o siete años (sí, sólo entonces me di cuenta que era la película que salía en Solo en Casa, y me enteré de que es la película de Navidad de las televisiones estadounidenses) a las tantas en Nochebuena y me encantó; y me sigue encantando. Cada año me sorprendo más por lo de rareza que tiene en medio de toda la naúsea que me producen las Navidades.

¡Qué Bello es Vivir! es una película norteamericana hasta los tuétanos con esa mísitca religiosa de la vida cotidiana, con su comunitarismo idealizado y, sobre todo, con esa inocencia falsa, muy falsa, cada año casi más insultante.
A la vez (y quizá precisamente por lo anterior) es una película profundamente humana, es un canto a la fe en la humanidad.
Es la obra maestra de Frank Capra y quizá la más representativa de su cine: crítica extremadamente suave al american way of life, pero fe absoluta en él. Un discurso del tipo "el sistema es imperfecto, pero no hay que cambiarlo, porque en él hay mecanismos para equilibrarlo: el azar y la intercesión de la Providencia".

Todo ello está realzado por buenos actores, un director de estilo elegante y el sabor artesanal de la fotografía de las películas antiguas.

La película es deliciosa desde los créditos de apertura (el "opening" que diría Isabel) que parecen sacados de un trabajo de manualidades de 2º de EGB.
Cada toma de exteriores es un cuadro perfectamente compuesto enmarcado por una inquieta nieve apareciendo y desapareciendo intermitentemente sobre Bedford Falls. Imposible quedarse con una: la desesperación del hombre en el puente, la carrera en medio de la nieve felicitando las pascuas...

Y si las escenas de exteriores estan perfectas, las de interiores no lo son menos, desde la cena en casa de los Bailey y la conversación por teléfono con Sam, hasta la escena junto al árbol donde aún se refuerza más el carácter americano y religioso de la película (parece la Sagrada Familia).
James Stewart se sale y convence. Donna Reed como madre amorosa y esposa abnegada está espectacular, me encanta la imagen cuando llega a casa en medio de la nevada y se quita el pañuelo de la cabeza.

En definitiva, un peliculón que hace escapar de la mentira y te atrapa en ella a un tiempo. No creo que nunca tenga el valor de odiarla, aunque nunca es mucho tiempo, y no creo tener tanto.